De vez en cuando, y donde menos te lo esperas, tienes el placer de disfrutar de una experiencia arquitectónica de primer nivel, alejada por completo de la estricta línea que marcan los arquitectos que ocupan el «Star System» y las publicaciones que se rinden a sus caprichos y veleidades. Es lo que me ha pasado en una reciente estancia en el Hotel La Canela, situado en plena sierra de Gredos.
Sus dueños (holandés él y española ella) decidieron instalarse en este pequeño pueblo, en un terreno con vistas al valle del Tiétar, y traer consigo todas sus experiencias culturales y gastronómicas, acumuladas en más de una década viviendo en Asia. Cuentan que el proyecto arranca con unos pequeños manteles cuadrados que trajeron de China, con la convicción de que serían el epicentro de su nueva aventura. Luego llegaron las mesas y, el inevitable paso siguiente en este juego de Matrioskas era el edificio, como necesario contenedor.
Y así se lo plantearon. De unas ideas muy sencillas y un presupuesto más sencillo aún, surge una arquitectura de gran pureza en la que nada sobra y no hay ni una sola concesión a lo superfluo. Su belleza, como sucedía con aquellas piezas industriales de la Bauhaus, reside en que cumple sobriamente con su cometido. Lo que ves es lo que hay. La estructura, con pilares de hormigón armado y forjados de placas alveolares, queda completamente vista.
El suelo contínuo, de hormigón pulido, presenta las irregularidades propias de quien lo hace por primera vez (dicen que haciéndolo ellos era 3 veces más barato) y las juntas de retracción surgen donde el material lo pide. No se ve ningún intento de disimular estos defectos. El edificio cuenta la historia de su construcción, mostrándolo todo sin complejos.
Y el resultado es tan sorprendente como acogedor. El mobiliario, exquisitamente elegido, es el mínimo necesario, casi a modo de pequeñas piezas orientales de exposición. El afán por ahorrar energía lleva a cuidar muy especialmente el control climático, con enormes ventanales orientados al sur en todas las estancias y habitaciones y con aleros y toldos que regulan la entrada del sol en las diferentes estaciones, haciendo un uso muy limitado de la calefacción en invierno, que es por suelo radiante.
Una pequeña estufa de leña en el comedor y una iluminación muy tenue, ponen la guinda a este confort térmico (y mental). Un ejemplo magnífico de los beneficios de la arquitectura pasiva y el diseño bioclimático. El ingenio y la ingenuidad de quien no es profesional de la construcción, pero se implica absolutamente en el proyecto, da los mejores resultados en esta arquitectura sin arquitecto.
Si la paleta de colores que me ofrecen para el revoco no me convence ¿por qué no añadir a la mezcla café? y, si el acero cortén es muy caro ¿cómo quedará el acero normal si lo oxido, sumergíendolo en agua con sal? Puedo imaginarme las caras de los contratistas y albañiles ante estas sugerencias. Pues no eran tan descabelladas.
En definitiva, creo que los técnicos y demás «expertos» que participamos en el proceso constructivo deberíamos aprender de esta actitud apasionada y tener la mente abierta, porque el mejor camino no es nunca el que nos han enseñado, sino el que somos capaces de abrir nosotros mismos.
PD: Si este blog fuera de gastronomía, el Hotel La Canela también merecería una entrada. Aquellos pequeños manteles cuadrados se llenan de sabores asiáticos, cocinados y presentados como sólo lo puede hacer alguien que ama su trabajo